Un cuento de musas
- Yelena Smarkutska
- 23 abr 2019
- 2 Min. de lectura

Érase una vez un artista. Tenía muchísimo talento y hacia unos trabajos increíbles. Siempre tan racional, por lo que acababa perdiendo a todas sus musas. Pasaban los días pero la inspiración no llegaba. Decidió salir a buscarla en las calles de la ciudad, en los bares donde antes solía matar el tiempo.
Las luces fluorescentes, el ruido y el movimiento…todo era ya muy usado, demasiado banal. Al final opto por el lugar de siempre, donde solía parar a tomarse su copa de brandy. Y allí estaba ella, bailando en el medio del bar, fusionando el movimiento de su cuerpo con la música. Llevaba un insinuante vestido rojo de seda que dejaba algo para la imaginación, unas medias negras y zapatos tacón vértigo. Parecía una joya perdida en un montón de bisutería, era imposible no fijarse en ella. Le observaba con curiosidad, deseo y su corazón a mil por hora. De repente la mirada de la chica se encontró con la suya y sintió como se perdía en el bosque de sus ojos de esmeralda. Era la primera vez cuando una musa elegía a su propio artista.
La llevó a su casa y decidió que no la dejaría marchar. Esta vez no…
Ella se sentía querida por fin. Había de todo en su larga lista: escritores, músicos y pintores. Pero nadie nunca supo devolverle la ilusión. No creía en las personas solo en sí misma y en las miradas. Hacia bien su trabajo: un espíritu salvaje con el deseo insaciable proporcionaba ideas y sexo de lo más exquisito, preparaba el mejor café y besos para desayunar y se marchaba para volver por la noche. No hacía preguntas tampoco contaba su vida.
El artista estaba absorto por su trabajo, no daba crédito de lo que le estaba haciendo su pequeña musa. No pensaba en otra cosa. Cuando sostenía el lápiz, imaginaba sus labios perfectos y su piel de marfil. Sabía que era su perdición pero ya no podría parar, ya no quería. Esperaba impaciente hasta la noche para volver a abrazarla, hundir la cara en su dorada melena y dormirse en sus piernas.
El tiempo pasaba, la inspiración no se iba del piso del artista tampoco la musa. Pero el fuerte deseo de poseer estaba destrozando la mente del pintor. Quería a la musa para él solo, para siempre. Cada minuto que pasaba con ella parecía un suspiro, las noches que no volvía gritaba de dolor y rabia, desesperado por encontrarla. Un día mientras observaba vestirse a la musa preguntó ansioso:
-¿Y si no te dejo marchar nunca? ¿Eres mi musa, no? Ella esbozo una sonrisa pícara y contesto susurrando:
-Si fuera tuya me lo hubieras pedido hace tiempo. Pero soy la musa que escoge a su propio artista, hace mucho que me quede contigo.
-¡Yo te voy a querer siempre! - exclamo.
-No seas cursi. Me conformo con que me quieras cinco minutos y luego cinco minutos más, y cinco más…
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